16.12.07

El extraño estado de las comunicaciones, parte II

Estoy sentada en una camioneta. Voy camino al WTC de la ciudad de México desde el aeropuerto de Toluca. El vehículo tiene un receptor de internet inalámbrico que me permite escribir desde mi computadora. La modernidad.

Descubrí justo que la aerolínea cobró dos veces mi boleto de avión y no quieren, bajo ninguna circunstancia, devolverme el dinero. Creo que ni siquiera podré arreglar un cambio de ruta o de nombre. La más grande mentira de las low cost.

Han pasado tantas cosas en los últimos días me cuesta ordenar mi cabeza. Ayer, por ejemplo, me reuni después de más de ocho años con un grupo de los que eran mis mejores amigos en la prepa. A casi todos los había visto con cierta frecuencia. Pero nunca antes habíamos vuelto a estar juntos. Ahora todos tenemos una casa fuera de la de nuestros padres. Pero lo que realmente me hizo darme cuenta cómo hemos cambiado fue el menú. Hace diez años seguramente hubiéramos pedido unas pizzas. Ayer, uno de ellos, médico homeópata, preparó una cena vegetariana. Tomamos vino tinto y tequila, buenos ambos, no los más baratos que podíamos alcanzar. Hablamos de todo al mismo tiempo. De los profesores, de las experiencias exóticas - una visita a la morgue "a ver la muerte" cortesía de nuestra profesora de filosofía -, de la vida, de los amores. Descubrimos que C, una de mis mejores amigas, y yo, somos unas amargositas. Y estuvimos despotricando contra las relaciones aún enfrente de la flamante novia del único que está actualmente emparejados.

No queríamos que se nos acabara la noche. Juan nos llevó a las dos a casa y duramos otra hora platicando fuera de la casa de mi abuela, pasando del tráfico de la ciudad, a la ropa, a los adolescentes.

Es bueno volver a casa. Es más bueno cuando ves a tu gente. Es aún más bueno cuando sabes que es momentáneo.

9.12.07

Menú

Jueves
Cena: tacos de cabeza y chorizo en el puesto callejero de Don Samuel, en las Águilas.

Viernes
Desayuno: tamales verdes y de rajas, papaya, jugo de mandarina y leche entera.
Comida: enchiladas rojas de pollo y queso, jicama y pepino con chile y limón, agua de lima.
Cena: frijolitos con nopales.

Sábado
Desayuno: chocolate con molletes
Comida: tostadas de ceviche y de marlín, camarones al mojo, "cielo rojo" (cerveza con clamato)
Cena: en dos tiempos. Primero un hotdog y un refresco de manzana en un intermedio de la Noche de los Publívoros y luego birria, rajas y papas con chorizo y tequila con Squirt en la posada de la llantera de un amigo de mi papá.

Domingo
Desayuno: papaya, machaca con huevo, leche y plátanos.

Si regreso con diez kilos de más no tengo yo la culpa. Qué recochina felicidad, je.

7.12.07

El árbol de navidad

Cuenta Marco que en casa de su abuela, en Tamazula de Gordiano, la abuela iba adaptando las tradiciones a sus posibilidades. Así que, cuando comenzó a ser “moda” poner un arbolito de navidad además del nacimiento, ella se conformó con empezar a jalar desde el corral una especie de cáctus con hirsutas ramas verdes al que le ponía los foquitos correspondientes. Sus hijas – y años después sus nietos – se lo tomaban con resignación. Una de ellas, la más hábil con las “manualidades”, acabó por irse a buscar ramas de árboles y llenarlas de palomitas para simular un árbol nevado.

Después de muchos años – quizá más de 30 – el cáctus-placebo-de-arbolito finalmente cedió a tanto jaloneo desde el corral hasta la sala. Entonces las hijas – madres ya de hombres y mujeres formados – decidieron comprar un árbol de verdad. Fueron a la ciudad más próxima y regresaron con un abeto natural, que presidió los festejos ante la euforia. “Pero cómo hemos mejorado”, decían todos.

Al año siguiente, la sorpresa continúo. Cuando llegaron todos los foráneos, se encontraron otra vez un árbol natural, muy verde, entre los adornos. Marco, como buen curioso, se acercó porque dice que algo le parecía “raro”. Al extender su mano y tocarlo, tiró con horror un pedazo de rama seca y se dio cuenta que los aparentes “efectos especiales” de nieve eran en realidad telarañas.

Irma, la hija más jóven, le explicó entonces el cuento. “Pues es que tu abuelita no quiso tirar el arbolito del año pasado y lo colgó de cabeza en el parte de atrás del corral. Lo sacamos y le dimos una mano de pintura verde. Y mira, la verdad es que se ve bien bonito”.

El árbol disecado – como lo llama Marco – cumplirá este año unos siete años de existencia. Habrá que ver si aguanta. Y también contarle la historia a los defensores del reciclaje para que vean que siempre hay alguien que va mucho, pero mucho más lejos que ellos.

Postales de Avión

Durante mucho tiempo, he sido una fanática irredenta de las películas de amor – cualquiera que sea su época. De vez en cuando salgo del cine con un mohín permanente por haber pagado por ver una porquería. Y hay algunas que, a pesar de mi adicción, me salto – sé desde el cartel que me sentiré indignada por su baja calidad.

El problema de ver películas románticas malas cundo uno se encuentra en un estado de ánimo pobre es que justamente no puede dejar de pensar en ello. Cuesta trabajo de pronto dejar las cosas a un lado, la realidad. No puedes dejar de fantasear que tú también, por un momento, tienes esa pareja perfecta, que está ahí, que se da cuenta de tus necesidades – y no es tu terapeuta. Alguien guapo con quien tener hijos guapos y salir a cenar. Ser perfectos, pues: familia de fotografía para poner en los portarretratos.

Luego te ves a tí misma y descubres que, aunque morena, nunca seras la Zeta-Jones. Y lo más que te puede tocar es un rubio desabrido para comparar al galán de la peli. Y si todo es así, deslucidito, pues igual es que no te toca tener a alguien que esté siempre ahí por tí, pensando en tus muy burguesas necesidades de cariño. Ya me lo habían dicho a mí: el matrimonio es un contrato de conveniencia, no un cuento de hadas. El problema es que todos creemos lo segundo. La teoría entonces será que quizá se deba uno conformar con lo que hay, que por lo menos está ahí. Quién sabe que haya del otro lado.

Lo que más detesto de todo esto es ponerme a llorar. El avión te niega el espacio, la privacía que sí te ofrece, por ejemplo, un café. Aquí los espacios son tan pequeños que el perro de mi compañera de asiento (sí, lleva un perro blanco), tiene horas olisqueándome los zapatos. Y que las lágrimas que me salen levantan sospechas. Hace un par de años ya, en otro avión, una mujer que me vio llorar me dijo cosas. Que tenía que cuidar a mi esposo, que no le llamara marido porque estaría así, como el mar, ido. Que tendría tres hijos, la primera una niña, que quizá no llegaría a nacer por problemas de salud.

No me acuerdo de mucho más. Sólo que la odié por decirme cosas que no quería escuchar. Por inmiscuirse en mis lágrimas. Lo bueno es que el perrito que tengo a los pies es bastante decente y se limita a acercárseme. Quizá se dé cuenta de que lo que estoy es triste.

El extraño estado de las comunicaciones

Estoy en el enorme aeropuerto de Frankfurt. Esta entrada subirá con tardanza al blog porque, increíblemente, no hay conexión a Internet. Siempre me encuentro con la sorpresa de que en realidad son las ciudades pequeñas o los aeropuertos pequeños los que ofrecen alguna ventaja de comunicaciones a los que queremos trabajar desde nuestros no-puestos de trabajo. Oficialmente, hoy empiezan mis vacaciones. Y sin embargo, siento que debería estar haciendo cosas.

La última semana en Barcelona transcurrió entre despedidas, encuentros fugaces y angustia. Me sentía angustiada, orillada a tomar algún tipo de decision al respecto de todo lo que está pasando en mi vida. Pero no estoy lista. Y si en algún momento dije que no tomaría decisiones hasta después de mi regreso fue porque había algo en mí que me decía que era lo más lógico, lo más adecuado para mi – disculpe usté el lugar común – atribulado corazón.

Sólo para que conste en las grabaciones: me gusta vivir ahí. Es bonito salir caminando de un sitio a otro. Tener huecos en los cuales tomar un café o una cerveza por las tardes con algún amigo. Mirar desde la terraza los atardeceres sobre el puerto. Me gusta sentir que siempre hay más cosas por hacer, sitios que conocer, exposiciones que visitar. Saber que vives en una ciudad con mar (a pesar del frío que se pega, del calor que ahoga). Y sin embargo paso el año con estas ganas locas de volver a casa, o lo que conocía como casa.

Ya he discutido en este blog mis amores con los aeropuertos. Pues hoy, justamente, no me son tan adorables. Acostumbrada por varias razones al “como Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, salí a las 4:30 de la mañana a tomar mi taxi, con mis tres maletas, con mi miedo al exceso de equipaje. Quería hablar con el conductor, con alguien, pero él no quería hablar conmigo. Comentaba los sucesos de la noche con el resto de los taxistas por el radio. En algún punto, nos detuvo un retén de los Mossos de Escuadras. Paraban a los taxistas y miraban las caras de los clientes. A nosotros nos dejaron pasar sin siquiera un halo de duda. Supongo que mi cara de sueño y desconcierto resultaba confiable. Por la conversación del radio me enteré, sin embargo, que otro taxista que iba justo detrás de nosotros, con un grupo de chicos con aspecto pakistaní, tuvo que detenerse y decir a dónde iba. Siempre pasa. Siempre.

A mí me gusta la sensación de pasar desapercibida. Creo que antes era mucho más protagonista que ahora. Quizá entre mis amigos, mi familia, me guste el karaoke, la bulla, el reconocimiento. No entre los extraños. Prefiero que mi presencia se intuya, se sepa, más no se note. No me gusta ser cuestionada, ni observada. Así que mantengo un perfil bajo e intento escaparme de todo con una sonrisa.

Todo esto es demasiado confesional. Sólo tengo una cosa que reprocharle a Minerva (mi MAC): que no tenga solitario entre sus programas. Me aburro y comienzo a contra cosas que no debería contar. En fin.

3.12.07

Frases célebres

El viernes tocaba salir de casa. Pero estábamos congelados, envueltos en mantas, con ganas de comer palomitas y ver cine malo. Al final, fuimos convencidos para salir. Primero, una cerveza en el bar de unos amigos queridos. Después, un viaje a la "zona alta" para encontrar un bar... que ya no existía. Me preguntaron cuál era otro bar que yo conociera (ja) en donde no se cobrara la entrada. Mencioné el único que sé: un sitio en calle Valencia cuya particularidad - además de no cobrar la entrada -, es tener una clientela variopinta y que su DJ no existe, es un CD de "éxitos" que toca sin parar cada noche.

Reconozco que de cuando en cuando le agregan alguna canción nueva. También que los tragos no son caros y que además no se llena hasta la asfixia. Pero la clientela es cada vez más rara. El viernes, calculo que la edad promedio era de 47, siendo que mi amiga la del cumpleaños llegaba a los 29 apenas. Peor fue la historia de su hermano, de 22, que fue casi acosado por una señora que, en sus propias palabras, parecía su mamá.

Pero el sitio sirve para divertirse. Para apostar en qué momento pasará una canción de Juan Luis Guerra u otra más de Juanes. Y para alentar, en medio de los efluvios alcohólicos, declaraciones de principios como la presente: "Diego Torres es el Paolo Coehlo de la música".

Amén.