17.10.12

Berlín, bis

Berlín se parece al Berlín que siempre me gusta ver: ese que me enamoró en las letras de Isherwood, ese que recorrí por primera vez aquejada de una terrible alergia de primavera. Es, simplemente, ese lugar al que quieres regresar y según tú no recuerdas por qué y entonces...

- Compras el billete de autobús de un señor amabilísimo pero tan lento en atender que hace que pierdas dos autobuses en una fila de cuatro personas.
- Cambias al tren según instrucciones de tus anfitriones. Te sientas y en una de las paradas del metro, entran una pareja de señores muy, pero que muy mayores. Te lo dice su cabello perfectamente blanco. Sus caras que parecen tan arrugadas como una hoja hecha bolita. Sus manos llenitas de manchas que emergen de sus guantes. Son guapísimos - debieron haber sido como modelos de portada unos 60 años atrás. Ojos azulísimos de ambos. El señor lleva en la mano un horno eléctrico y la señora dos bolsas de tiendas diferentes. Se sientan, poniendo a un lado (junto a tu maleta), el horno. Con mano temblorosa él se saca del bolsillo una hoja de papel donde están escritas las características y precios de varios hornos eléctricos. Susurran, suspiran, se sonríen. Ella saca de una de las bolsas la orilla de una tela de algodón, negra con flores estampadas en blanco. Susurran, suspiran, se sonríen. Y tú te sientes bendecida por tenerlos al lado.
- Nueva estación y entran cuatro gitanos a cantar. Uno tiene una guitarra, otro un amplificador y las dos chicas zapatean en el vagón y cantan. Cantan algo que reconoces pero no sabes ponerle nombre. Piden dinero. Se bajan. Casi pierdes la estación (tú también te bajabas ahí) por mirar.
- Estas a la mitad de la Friedrichstrasse. Sabes el número, pero te confundes con las señas. Comienzas a caminar y te arrepientes. Das media vuelta. Dos calles después, te das cuenta que era para el otro lado. Cuestión de seguir los instintos.
- Desde la oficina, ves la enormísima foto del soldado que parece que cuida checkpoint charlie. Te observa mientras te das cuenta (tú y todos) que no hay conexión a internet inalámbrica en el edificio. Deciden trabajar y ya llegarán al hotel a conectarse con el mundo.
- En el hotel, es hora punta para registrarse. Hay un letrero que dice "espere por la siguiente sonrisa". La chica que te atiende habla español, pero no sonríe.
- Desde el piso 26 de un edificio de 40, ves a los otros enormes edificios de la zona y dudas si la RFA alguna vez se hubiese soñado así misma como un gran sitio de compras internacionales.
- Vas a cenar con los compañeros a una típica cena berlinesa: vietnamita con toques chinos. Un inglés a tu lado, con el que sólo pareces poder hablar de referendums de independencia, está tristísimo bebiendo una cerveza china: él lo único que quería es una cerveza berlinesa. Lo convences de que, en el peor de los casos, habrá cerveza en el lobby del hotel.
- Acaban en el lobby del hotel - son cuatro chicos y tú y lo único que saben hacer, los cinco, es hablar de elecciones. Entonces comienza a tocar  el pianista del lugar, que parece quiere ser la versión muy blanca y muy calva de Lionel Ritchie. A los diez minutos, se acercan unas chicas: son el equipo de "masaje de cuello" del hotel, que ofrecen ese servicio para relajar a los ejecutivos estresados. Nadie les hace ni caso, a las pobres.
- Duermes con las cortinas abiertas para ver el reflejo de la ciudad desde arriba. En premio, cuando abres los ojos, ves amanecer.
- Desayuno, despacho sin internet, más trabajo, menos amable que el día anterior, más efectivo. Tres de la tarde, tú te quedas pero te cambian de hotel. Te dan la reservación y te invitas a que sigas la misma calle donde ya te has perdido anteriormente. Eventualmente llegas ahí, a un hotel con wireless y al lado de la estación del tren... es decir, escuchas el tren. Casi todo el tiempo hasta que te olvidas que existe.

(Pausa comercial)
Sales a pasear, enfundada en tu nuevamente estrenado abrigo color azul Nivea. y encuentras, sí, una tienda oficial de Nivea. Entras a ver, por curiosidad. Compras algo y la señorita, que te habla en alemán desde hace rato, te sonríe y te regala, por supuesto, una cremita color Nivea.
(Fin de la pausa comercial)

- Tienes poco tiempo para hacer el turista - compras algunos souvenirs. Y tus pasos (pareciera que sin ti) se dirigen a la puerta de Brandenburgo. Ahí tomas fotos, como todos los demás. Y miras el sol que se esconde poco a poco después del bosque. Vas al Monumento al Holocausto y te pierdes entre esos bloques de concreto. Alguna vez escuchaste a alguien decir que era un símbolo de como, sin darte cuenta, así como los bloques de cemento te cubren y no te dejan ver alrededor, así podrían cubrirte los totalitarismos y las ideas extremistas. Suspiras. Otra vez te entran ganas de llorar.
 
- Caminas de regreso al hotel y, enfrente de la Embajada Británica, tienes la tentación de caminar por mitad de la calle. Hay policías, sí. Pero también hay un montón de barreras para que ningún auto (fuera de los oficiales) pueda entrar o salir de ahí. No te atreves. Y de pronto una mujer con un abrigo rojo comienza a caminar en medio de la calle. Y otra, con un abrigo lila. Y entonces vas tú. Y te imaginas que, visto desde lejos, ese minuto en el que las tres se cruzan podría parecer algo más que una coincidencia.
- Tienes hambre. Decides ir a cenar en la misma estación, a un restaurante clásico en apariencia. Te sientas sola - o no, mejor, acompañada por un libro de Stefan Zweig que te cuenta como miniatura histórica los últimos años de Cicerón. "Mejor morir haciendo frente a los enemigos que dejarse matar". Y comes currywurst y Berliner Pils mientras la selección alemana le mete tres goles en el primer tiempo a los suecos. Lo sabes no porque nadie te lo diga - tienes una televisión arriba de cabeza y todo el mundo la mira.
- Regresas a la habitación. Te sorprende el caos que puedes crear en tan poco tiempo. Miras el ordenador: tienes los ojos tan llenos de la ciudad que no sabes cuánto tardarás en contarla. Te sientas y piensas que, menos mal, tus lectores son pocos pero aguantadores.

16.10.12

Barcelona - Munich - Berlín

Levantarse a las cinco de la mañana definitivamente porque no has podido dormir y estás convencida de que, si lo haces, perderás el avión. Hacer cosas por aquí y por ahí, ducharse, arreglarse, tomar por primera vez en el año el abrigo y salir con el tactactactac de los tacones de las botas a despertar a los vecinos.

* * *
Llegar al aeropuerto y acordarse que, por muy pase de abordar electrónico, la revisión de seguridad no es rápida. Más aún - las botas son una pésima idea porque tienes que quitártelas de pie, un poco poniendo a prueba la estabilidad, cargarlas en una bandeja, en otra el bolso y el abrigo, en la tercera el ordenador y luego la maleta de mano. Y luego a ponerte todo en su lugar de vuelta.

* * *
Comprar el diario y caminar por ahí. Evitar la fila de abordaje - increíblemente, hoy viajas en Primera Clase. Entonces esperas que te den de desayunar. Digamos la verdad - vas a fingir que estás acostumbrada y vuelas siempre en primera clase (¿si no por qué los taconcitos y el cabello bien arreglado?). Pero fingirás mal: porque cuando te ofrezcan un periódico lo tomarás. Y también la revista. Y cuando te den de comer te lo comerás to-do como si hubieses corrido la maratón. Y luego hablarás con tu compañero de asiento como si, bueno, esto fuera lo más casual del mundo. Pero no lo es. Lo sabes. Te sonrojas. Sales del avión lo más rápido que puedes.

* * *
Caminas por el aeropuerto de Munich mientras esperas la conexión. Cada 50 metros, hay un puesto para servirte café y té y tomar algún periódico gratuito. Más papel no, pero sí que te tomas un primer té. Bueno... te quemas la lengua con el te y luego no te puedes tomar el otro. Otra vez la fila. Otra vez hacerse loca. Ahora mala idea porque el avión está repleto para el vuelo de 45 minutos a Berlín. Tienes que entrar y esperar para ver qué haces con tu maleta - que no cabe arriba... pero la sobrecargo te dice que, como estás en la ventana y en Business hay un asiento que no se utiliza, lo pongas junto al asiento que te toca, abajo. Lo haces. Mientras te acomodas tu "compañero" de fila le está poniendo una gritiza espectacular a la azafata quien, como su maleta de mano era demasiado gorda y no permitía que cerrara el compartimiento, se la llevó para documentarla.
"Lo que pasa es que son unos incompetentes. ¿Por qué no te habías dado cuenta antes, eh? Tarde y todo y se llevan mi maleta. Es una verguenza. Y se supone que se creen avanzados. Pues me traes una tarjeta con tu nombre... ¿cuál es el problema con mi maleta? Qué estupidez..."
Inconfundible acento norteamericano.
La sobrecargo, con su cabello increíblemente rojo, contesta al gritón sin subir la voz ni una sola vez. Antes del despegue, regresa a su sitio y le da una tarjeta con su nombre, porque el tipo dice que la quiere reportar. En lugar de gracias, el viajero de business contesta: "¿no quieres bajar más maletas para ver si logras retrasar más el avión?".

* * *
Afortunadamente, el gritón se duerme - no sin antes decirle otra vez tres cosas a la sobrecargo. Tu respiras. Es un viaje de 45 minutos pero igual pasan con un carrito y te dan agua y un poco de ensalada con pollo que, por supuesto, te comes. Y el postre. El gritón duerme. En una de sus vueltas, la señorita sobrecargo le deja un vaso con agua en la mesita de al lado, por si despierta.

Al final, la que hace llorar a la sobrecargo eres tú. Cuando la ves, ir y venir, te da pena la manera en como la tratan. Porque está haciendo su trabajo - y con esfuerzo, para que salga bien. En una tarjetita, le escribes un agradecimiento y un reconocimiento a ese extra esfuerzo. Le das las gracias. Al salir  (mucho después del gritón, que sigue refunfuñando como si fuera un perro de aguas), le das la tarjeta. Ella te retiene para leerla y ves que se le salen dos lagrimones. "Muchas gracias", dijo. "No sabes cómo lo necesitaba".

13.10.12

Reconocerse

Sonó el despertador a las ocho de la mañana y lo apagué de un golpe. Es sábado. Volví a dormir y a soñar y, en algún momento del sueño, una persona que no conocía se volvió a mirarme y me dijo: "¡levántate ya, que vas a llegar tarde!".
Me desperté angustiada y entonces me acordé que tenía que estar en el salón de belleza para que me cortaran el cabello en media hora. Me vestí y salí corriendo. Al llegar, casi sin aire, me dí cuenta que no estaba el chico que usualmente (cada seis meses, aproximadamente) me quita las puntas abiertas, me lava el cabello bien lavado y me peina para salir linda a la calle.
Sus compañeras insistieron en que todos usaban el mismo método - yo no me estaba quejando. La verdad es que mientras que no me cortaran demasiado el cabello o me dejaran una forma que no puedo controlar, me da un poco menos lo mismo.
Me estuve mirando en el espejo: mientras me lavaban, me secaban, me cortaban las puntas - parecían largas, esas puntas -, y luego le daban a mi cabello una textura y una imagen que naturalmente no tienen y que a mí me cuesta mucho transformar.
Cuando salí, fui caminando hacia la biblioteca. En las esquinas de las calles, me reflejaba en los espejos. A veces me  parecía que esa, la bien peinada, no era yo. Para nada. Y varias veces me acerqué a verme los ojos - sólo para asegurarme que no me hubiesen cortado algo más y, de pronto, no fuera yo más la que suelo ser.

11.10.12

Bochorno

Este año, cuando estoy perezosa, pienso que es síntoma de algo que incluso le está pasando al clima en Barcelona. El frío tardó en llegar y luego tardó en irse. La primavera tardó en llegar y el calor se instaló, se apalacó, y tardó en irse. Tardó tanto en irse que comienza el otoño y aunque hemos tenido un par de lluvias tímidas, más bien hace calor. Bochorno.

El resultado, entre otras cosas, es que no sabes cómo vestirte. Parece que todo está mal. El día que te pones botas sale un sol esplendoroso. El día que sales sin chaqueta el viento frío aparece y coquetea con tu resfriado. No hay manera.

También los aires acondicionados están locos - en las oficinas se pasa de prender tímidamente la calefacción en las mañanas, a dejarlos apagados, a tener que ponerle el aire acondicionado rabioso a mediodía.

Yo sufro. Me acaloro. Y al bochorno externo se me agrega el bochorno interno. Con los años, en lugar de perder el miedo a hablar en público, lo voy ganando: me voy haciendo consciente de la cantidad de cosas que pueden salir de mi boca y a veces sufro. Me sonrojo, intensamente. La gente puede creer que soy una coqueta o que soy "transparente", pero es una mezcla de incertidumbre y timidez y, bueno, calor.

Seguramente mi acupunturista tendrá otra explicación para esto. A mí me parece que el verano se me quedó estacionado en las mejillas y que a veces, cuando estoy dando clases, me pongo extraordinariamente roja. Supongo que debe ser divertido para mis alumnos - o, por lo menos, desconcertante. Yo estoy aprendiendo a que no sea demasiado incómodo para mí.

Y me pregunto si a mi hábito de sonrojarse le llegará algún día el otoño.

10.10.12

Malala

Había una vez una niña que estaba convencida que el mejor perfume del mundo era ese de la tinta impregnada en los libros. Podían ser nuevos o antiguos - ella sabía detectar en cada uno de ellos ese olor, esas letras, esas palabras atómicas que al unirse le contaban las cosas que quería saber.

Había una vez una niña que le gustaba ir a la escuela - que pensaba que lo más interesante de la vida era la posiblidad de enfrentarse a todo aquello que había por aprender. Y sabía que nunca se acabaría. Y se imaginaba, sin duda, quedarse estudiando siempre, para aprenderlo todo.

* * *

Malala y yo nos parecemos en que, por alguna razón, descubrimos en los libros y en la escuela una vía de crecimiento, de explosión y quizá también de escape. Sabíamos que en cada una de esas aulas a las que entrábamos encontraríamos más de los otros y también más de nosotros.

A mí, lo más malo que me ha pasado es que me consideren un ratón de biblioteca, aburrida, sabelotodo, o que alguna de mis abuelas pida por favor que deje de estudiar y me ponga a tener una "vida normal". Malala, sin embargo, quizá no pueda enfrentarse a nada de esto.

Malala está, hasta donde sé, en un hospital de Pakistán, moribunda. Es una niña de 14 años que desde que los Talibanes prohibieron la educación a las niñas (obligando incluso al padre de Malala a cerrar la escuela que él tenía para educar a las mujeres) se había dedicado a ser portavoz del derecho a la educación. Escribió un blog para la BBC en urdú, protagonizó varios documentales para la misma BBC y para el New York Times y se negó a dejar de estudiar. Ella quería ser médico.

Ayer un comando armado atacó el autobús escolar en el que iba. Una vez detenido el autobús, los asesinos entraron y le dieron dos tiros de gracia: uno en la cabeza y otro en el cuello. Para que no quedara duda, un portavoz talibán, Ehsanullah Ehsan, confirmó por entrevista telefónica al New York Times que Malala Yousafzai era el objetivo del ataque. Su lucha por el derecho a educarse, según los talibanes, es una "obscenidad".

"Ella se convirtió en un símbolo de la cultura occidental en el área; la estaba propagando abiertamente. Que esto sea una lección", confirmó el portavoz, antes de aclarar que, si Malala sobrevive, seguramente será el blanco de otro ataque.

* * *

Había una vez una niña que amaba los libros que creció y que hoy trabaja sentada en una biblioteca con mucha luz, dando clases, intentando hacer que otros se apasionen... y que no deja de pensar en Malala y sus ganas de aprender. Que cree que las lágrimas derramadas por Malala se tienen que convertir en letras, en tinta, en cartones y declaraciones internacionales que defiendan de todos los extremismos a las niñas como ella. Por eso escribe. Para curarse un poquito el dolor y la rabia y para evitar que la sombra de Malala se borre.