28.10.14

Pequeñísimas victorias

Imagino que ella también me vio. Al llegar a la plaza donde había quedado de verme hoy con una amiga para intentar ponernos al día de todo lo que ha pasado en los últimos meses (su panza de embarazo ya es grande y clara, como un pequeño planeta), comencé a recorrer los rincones con la vista. Como siempre, pensé, quizá se me haya hecho tarde. Pero no: mi amiga aún no estaba ahí y yo comencé a mandar mensajes en el teléfono mientras buscaba donde sentarme. Mientras doblaba mis rodillas para dejar el resto de mi cuerpo caer en un banco al rayo de sol, la vi. Sentada del otro lado de la plaza, aquella jefa hijadeputa a la que pude temer tanto, tantísimo.

Me quedé de piedra. Incluso, creo que mi cuerpo estuvo un poco en suspensión - la instructora de danza estaría tan orgullosa de mi, con mi centro tan apretado y mi culo y mi pecho conteniendo la respiración. Supongo que abrí mucho los ojos y ese momento en el que todo parecía parar era sólo una impresión. Así que dejé mi cuerpo caer y la miré. Me estaba mirando. O por lo menos eso creí. Bajé la mirada hacia dentro de mi bolsa y calculé mis opciones: podía levantarme e irme de ahí, hacia otro banco. O podría cambiar el sitio de la cita y llamar desde ahí a mi amiga contando alguna excusa. O podría no hacer nada. O podría levantarme, caminar con paso firme la distancia que me separaba de ella y saludarla muy cordialmente.

Levantarme. Sacudirme el susto que todavía llevaba en el cuerpo. Dar la orden a la pierna derecha para que se estirara y recibiera el peso de mi cuerpo y lo sostuviera balanceando mientras la pierna izquierda se estiraba por enfrente de ella, acomodándose para recibir el peso de nuevo. Una pierna tras otra. Con el sol lagañoso en la cara. Quizá me cruzaría con una de las palomas de la plaza y la asustaría con mis pasos. O podía ser que comenzara de pronto, sin aviso, a caer una lluvia fina que la hiciera correr a ella de su terraza y a mi de mi cámara lenta. O que simplemente pudiese cruzar sin interrupciones, sin que nadie viese en mí el pánico y llegara ahí, sonriendo.

Todo eso pensé desde mi trinchera: la banca. No fui a ningún sitio. La miré desayunar con sus amigos en un día laboral, cerca del mediodía, con la calma. La vi fruncir la boca, la frente, agitar las manos, sacudir el cabello y el gesto perenne de desprecio. Me di la opción del niño que ve a la bruja y, en lugar de gritar, huir o correr hacia ella la mira, como quien mira a una figura de cera.

Mi amiga llegó y me levanté a abrazarla. Nos sentamos en otra terraza, al otro lado de la plaza, desde donde también la veía pero, en cuanto llegó el caféconleche, me olvidé de su presencia y me concentré en la cadencia de la voz querida enfrente de mi. Cuando menos acordé, había desaparecido. Ni siquiera me había quedado una nube con olor azufre para darme cuenta de su salida - se fue y punto.

Y me pareció una victoria cuando mis hombros comenzaron a alejarse de mis orejas y mi postura física comenzó a parecer la de una persona normal. Y cuando me di cuenta que, a pesar del miedo, no me había ido: porque esa plaza, como todas, también es un poco mía.

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